Confesarse, ¿por qué?
La reconciliación y la belleza de Dios
Carta para el año pastoral 2005-2006
Tratemos de comprender juntos qué es la confesión:
si lo comprendes verdaderamente, con la mente y con el corazón,
sentirás la necesidad y la alegría de hacer experiencia de este encuentro,
en el que Dios, dándote su perdón mediante el ministro de la Iglesia,
crea en tí un corazón nuevo, pone en ti un Espíritu nuevo,
para que puedas vivir una existencia reconciliada con Él, contigo mismo y con los demás,
llegando a ser tú también capaz de perdonar y amar,
más allá de cualquier tentación de desconfianza y cansancio.
1. ¿Por qué confesarse?
Entre las preguntas que mi corazón de obispo se hace, elijo una que me
hacen a menudo: ¿por qué hay que confesarse? Es una pregunta que vuelve
a plantearse de muchas formas: ¿por qué ir a un sacerdote a decir los
propios pecados y no se puede hacer directamente con Dios, que nos
conoce y comprende mucho mejor que cualquier interlocutor humano? Y, de
manera más radical: ¿por qué hablar de mis cosas, especialmente de
aquellas de las que me avergüenzo incluso conmigo mismo, a alguien que
es pecador como yo, y que quizá valora de modo completamente diferente
al mío mi experiencia, o no la comprende en absoluto? ¿Qué sabe él de
lo que es pecado para mí? Alguno añade: y además, ¿existe
verdaderamente el pecado, o es sólo un invento de los sacerdotes para
que nos portemos bien?
A esta última pregunta creo que puedo responder enseguida y sin temor a
que se me desmienta: el pecado existe, y no sólo está mal sino que hace
mal. Basta mirar la escena cotidiana del mundo, donde se derrochan
violencia, guerras, injusticias, abusos, egoísmos, celos y venganzas
(un ejemplo de este «boletín de guerra» no los dan hoy las noticias en
los periódicos, radio, televisión e Internet). Quien cree en el amor de
Dios, además, percibe que el pecado es amor replegado sobre sí mismo
(«amor curvus», «amor cerrado», decían los medievales), ingratitud de
quien responde al amor con la indiferencia y el rechazo. Este rechazo
tiene consecuencias no sólo en quien lo vive, sino también en toda la
sociedad, hasta producir condicionamientos y entrelazamientos de
egoísmos y de violencias que se constituyen en auténticas «estructuras
de pecado» (pensemos en las injusticias sociales, en la desigualdad
entre países ricos y pobres, en el escándalo del hambre en el
mundo...). Justo por esto no se debe dudar en subrayar lo enorme que es
la tragedia del pecado y cómo la pérdida de sentido del pecado --muy
diversa de esa enfermedad del alma que llamamos «sentimiento de
culpa»-- debilita el corazón ante el espectáculo del mal y las
seducciones de Satanás, el adversario que trata de separarnos de Dios.
2. La experiencia del perdón
A pesar de todo, sin embargo, no creo poder afirmar que el mundo es
malo y que hacer el bien es inútil. Por el contrario, estoy convencido
de que el bien existe y es mucho mayor que el mal, que la vida es
hermosa y que vivir rectamente, por amor y con amor, vale
verdaderamente la pena. La razón profunda que me lleva a pensar así es
la experiencia de la misericordia de Dios que hago en mí mismo y que
veo resplandecer en tantas personas humildes: es una experiencia que he
vivido muchas veces, tanto dando el perdón como ministro de la Iglesia,
como recibiéndolo. Hace años que me confieso con regularidad, varias
veces al mes y con la alegría de hacerlo. La alegría nace del sentirme
amado de modo nuevo por Dios, cada vez que su perdón me alcanza a
través del sacerdote que me lo da en su nombre. Es la alegría que he
visto muy a menudo en el rostro de quien venía a confesarse: no el
fútil sentido de alivio de quien «ha vaciado el saco» (la confesión no
es un desahogo psicológico ni un encuentro consolador, o no lo es
principalmente), sino la paz de sentirse bien «dentro», tocados en el
corazón por un amor que cura, que viene de arriba y nos transforma.
Pedir con convicción el perdón, recibirlo con gratitud y darlo con
generosidad es fuente de una paz impagable: por ello, es justo y es
hermoso confesarse. Querría compartir las razones de esta alegría a
todos aquellos a los que logre llegar con esta carta.
3. ¿Confesarse con un sacerdote?
Me preguntas entonces: ¿por qué hay que confesar a un sacerdote los
propios pecados y no se puede hacer directamente a Dios? Ciertamente,
uno se dirige siempre a Dios cuando confiesa los propios pecados. Que
sea, sin embargo, necesario hacerlo también ante un sacerdote nos lo
hace comprender el mismo Dios: al enviar a su Hijo con nuestra carne,
demuestra querer encontrarse con nosotros mediante un contacto directo,
que pasa a través de los signos y los lenguajes de nuestra condición
humana. Así como Él ha salido de sí mismo por amor nuestro y ha venido
a «tocarnos» con su carne, también nosotros estamos llamados a salir de
nosotros mismos por amor suyo e ir con humildad y fe a quien puede
darnos el perdón en su nombre con la palabra y con el gesto. Sólo la
absolución de los pecados que el sacerdote te da en el sacramento puede
comunicarte la certeza interior de haber sido verdaderamente perdonado
y acogido por el Padre que está en los cielos, porque Cristo ha
confiado al ministerio de la Iglesia el poder de atar y desatar, de
excluir y de admitir en la comunidad de la alianza (Cf. Mateo 18,17).
Es Él quien, resucitado de la muerte, ha dicho a los Apóstoles:
«Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Juan
20,22-23). Por lo tanto, confesarse con un sacerdote es muy diferente
de hacerlo en el secreto del corazón, expuesto a tantas inseguridades y
ambigüedades que llenan la vida y la historia. Tu solo no sabrás nunca
verdaderamente si quien te ha tocado es la gracia de Dios o tu emoción,
si quien te ha perdonado has sido tú o ha sido Él por la vía que Él ha
elegido. Absuelto por quien el Señor ha elegido y enviado como ministro
del perdón, podrás experimentar la libertad que sólo Dios da y
comprenderás por qué confesarse es fuente de paz.
4. Un Dios cercano a nuestra debilidad
La confesión es por tanto el encuentro con el perdón divino, que se nos
ofrece en Jesús y que se nos transmite mediante el ministerio de la
Iglesia. En este signo eficaz de la gracia, cita con la misericordia
sin fin, se nos ofrece el rostro de un Dios que conoce como nadie
nuestra condición humana y se le hace cercano con tiernísimo amor. Nos
lo demuestran innumerables episodios de la vida de Jesús, desde el
encuentro con la Samaritana a la curación del paralítico, desde el
perdón a la adúltera a las lágrimas ante la muerte del amigo Lázaro...
De esta cercanía tierna y compasiva de Dios tenemos inmensa necesidad,
como lo demuestra también una simple mirada a nuestra existencia: cada
uno de nosotros convive con la propia debilidad, atraviesa la
enfermedad, se asoma a la muerte, advierte el desafío de las preguntas
que todo esto plantea el corazón. Por mucho que luego podamos desear
hacer el bien, la fragilidad que nos caracteriza a todos, nos expone
continuamente al riesgo de caer en la tentación. El Apóstol Pablo
describió con precisión esta experiencia: «Hay en mí el deseo del bien,
pero no la capacidad de realizarlo; en efecto, yo no hago el bien que
quiero, sino el mal que no quiero» (Romanos 7,18s). Es el conflicto
interior del que nace la invocación: «Quién me librará de este cuerpo
que me lleva a la muerte?» (Romanos 7, 24). A ella responde de modo
especial el sacramento del perdón, que viene a socorrernos siempre de
nuevo en nuestra condición de pecado, alcanzándonos con la potencia
sanadora de la gracia divina y transformando nuestro corazón y nuestros
comportamientos. Por ello, la Iglesia no se cansa de proponernos la
gracia de este sacramento durante todo el camino de nuestra vida: a
través de ella Jesús, verdadero médico celestial, se hace cargo de
nuestros pecados y nos acompaña, continuando su obra de curación y de
salvación. Como sucede en cada historia de amor, también la alianza con
el Señor hay que renovarla sin descanso: la fidelidad y el empeño
siempre nuevo del corazón que se entrega y acoge el amor que se le
ofrece, hasta el día en que Dios será todo en todos.
5. Las etapas del encuentro con el perdón
Justo porque fue deseado por un Dios profundamente «humano», el
encuentro con la misericordia que nos ofrece Jesús se produce en varias
etapas, que respetan los tiempos de la vida y del corazón. Al inicio,
está la escucha de la buena noticia, en la que te alcanza la llamada
del Amado: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca;
convertíos y creed en la Buena Nueva» (Marcos 1,15). A través de esta
voz el Espíritu Santo actúa en ti, dándote dulzura para consentir y
creer en la Verdad. Cuando te vuelves dócil a esta voz y decides
responder con todo el corazón a Quien te llama, emprendes el camino que
te lleva al regalo más grande, un don tan valioso que le lleva a Pablo
a decir: «En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con
Dios! » (2 Corintios 5, 20).
La reconciliación es
precisamente el sacramento del encuentro con Cristo que, mediante el
ministerio de la Iglesia, viene a socorrer la debilidad de quien ha
traicionado o rechazado la alianza con Dios, lo reconcilia con el Padre
y con la Iglesia, lo recrea como criatura nueva en la fuerza del
Espíritu Santo. Este sacramento es llamado también de la penitencia,
porque en él se expresa la conversión del hombre, el camino del corazón
que se arrepiente y viene a invocar el perdón de Dios. El término confesión
--usado normalmente-- se refiere en cambio al acto de confesar las
propias culpas ante el sacerdote pero recuerda también la triple
confesión que hay que hacer para vivir en plenitud la celebración de la
reconciliación: la confesión de alabanza («confessio laudis»), con la
que hacemos memoria del amor divino que nos precede y nos acompaña,
reconociendo sus signos en nuestra vida y comprendiendo mejor así la
gravedad de nuestra culpa; la confesión del pecado, con la que
presentamos al Padre nuestro corazón humilde y arrepentido,
reconociendo nuestros pecados («confessio peccati»); la confesión de
fe, por último, con la que nos abrimos al perdón que libera y salva,
que se nos ofrece con la absolución («confessio fidei»). A su vez, los
gestos y las palabras en las que expresaremos el don que hemos recibido
confesarán en la vida las maravillas realizadas en nosotros por la
misericordia de Dios.
6. La fiesta del encuentro
En la historia de la Iglesia, la penitencia ha sido vivida en una gran
variedad de formas, comunitarias e individuales, que sin embargo han
mantenido todas la estructura fundamental del encuentro personal entre
el pecador arrepentido y el Dios vivo, a través de la mediación del
ministerio del obispo o del sacerdote. A través de las palabras de la
absolución, pronunciadas por un hombre pecador que, sin embargo, ha
sido elegido y consagrado para el ministerio, es Cristo mismo el que
acoge al pecador arrepentido y lo reconcilia con el Padre y en el don
del Espíritu Santo, lo renueva como miembro vivo de la Iglesia.
Reconciliados con Dios, somos acogidos en la comunión vivificante de la
Trinidad y recibimos en nosotros la vida nueva de la gracia, el amor
que sólo Dios puede infundir en nuestros corazones: el sacramento del
perdón renueva, así, nuestra relación con el Padre, con el Hijo y con
el Espíritu Santo, en cuyo nombre se nos da la absolución de las
culpas. Como muestra la parábola del Padre y los dos hijos, el
encuentro de la reconciliación culmina en un banquete de platos
sabrosos, en el que se participa con el traje nuevo, el anillo y los
pies bien calzados (Cf. Lucas15,22s): imágenes que expresan todas la
alegría y la belleza del regalo ofrecido y recibido. Verdaderamente,
para usar las palabras del padre de la parábola, «comamos y celebremos
una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida;
estaba perdido y ha sido hallado» (Lucas 15, 24). ¡Qué hermoso pensar
que aquél hijo podemos ser cada uno de nosotros!
7. La vuelta a la casa del Padre
En relación a Dios Padre, la penitencia se presenta como una «vuelta a
casa» (este es propiamente el sentido de la palabra «teshuvá», que el
hebreo usa para decir «conversión»). Mediante la toma de conciencia de
tus culpas, te das cuenta de estar en el exilio, lejano de la patria
del amor: adviertes malestar, dolor, porque comprendes que la culpa es
una ruptura de la alianza con el Señor, un rechazo de su amor, es «amor
no amado», y por ello es también fuente de alienación, porque el pecado
nos desarraiga de nuestra verdadera morada, el corazón del Padre. Es
entonces cuando hace falta recordar la casa en la que nos esperan: sin
esta memoria del amor no podríamos nunca tener la confianza y la
esperanza necesarias para tomar la decisión de volver a Dios. Con la
humildad de quien sabe que no es digno de ser llamado «hijo», podemos
decidirnos a ir a llamar a la puerta de la casa del Padre: ¡qué
sorpresa descubrir que está en la ventana escrutando el horizonte
porque espera desde hace mucho tiempo nuestro retorno! A nuestras manos
abiertas, al corazón humilde y arrepentido responde la oferta gratuita
del perdón con el que el Padre nos reconcilia consigo,
«convirtiéndonos» de alguna manera a nosotros mismos: « Estando él
todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su
cuello y le besó efusivamente» (Lucas 15,20). Con extraordinaria
ternura, Dios nos introduce de modo renovado en la condición de hijos,
ofrecida por la alianza establecida en Jesús.
8. El encuentro con Cristo, muerto y resucitado por nosotros
En relación al Hijo, el sacramento de la reconciliación nos ofrece la alegría del encuentro con Él, el Señor crucificado y resucitado,
que, a través de su Pascua nos da la vida nueva, infundiendo su
Espíritu en nuestros corazones. Este encuentro se realiza mediante el
itinerario que lleva a cada uno de nosotros a confesar nuestras culpas
con humildad y dolor de los pecados y a recibir con gratitud plena de
estupor el perdón. Unidos a Jesús en su muerte de Cruz, morimos al
pecado y al hombre viejo que en él ha triunfado. Su sangre, derramada
por nosotros nos reconcilia con Dios y con los demás, abatiendo el muro
de la enemistad que nos mantenía prisioneros de nuestra soledad sin
esperanza y sin amor. La fuerza de su resurrección nos alcanza y
transforma: el resucitado nos toca el corazón, lo hace arder con una fe
nueva, que nos abre los ojos y nos hace capaces de reconocerle junto a
nosotros y reconocer su voz en quien tiene necesidad de nosotros. Toda
nuestra existencia de pecadores, unida a Cristo crucificado y
resucitado, se ofrece a la misericordia de Dios para ser curada de la
angustia, liberada del peso de la culpa, confirmada en los dones de
Dios y renovada en la potencia de su Amor victorioso. Liberados por el
Señor Jesús, estamos llamados a vivir como Él libres del miedo, de la
culpa y de las seducciones del mal, para realizar obras de verdad, de
justicia y de paz.
9. La vida nueva del Espíritu
Gracias al don del Espíritu que infunde en nosotros el amor de Dios
(Cf. Romanos 5,5), el sacramento de la reconciliación es fuente de vida nueva,
comunión renovada con Dios y con la Iglesia, de la que precisamente el
Espíritu es el alma y la fuerza de cohesión. El Espíritu empuja al
pecador perdonado a expresar en la vida la paz recibida, aceptando
sobre todo las consecuencias de la culpa cometida, la llamada «pena»,
que es como el efecto de la enfermedad representada por el pecado, y
que hay que considerarla como una herida que curar con el óleo de la
gracia y la paciencia del amor que hemos de tener hacia nosotros
mismos. El Espíritu, además, nos ayuda a madurar el firme propósito de
vivir un camino de conversión hecho de empeños concretos de caridad y
de oración: el signo penitencial requerido por el confesor sirve
justamente para expresar esta elección. La vida nueva, a la que así
renacemos, puede demostrar más que cualquier otra cosa la belleza y la
fuerza del perdón invocado y recibido siempre de nuevo («perdón» quiere
decir justamente don renovado: ¡perdonar es dar infinitamente!) Te
pregunto entonces: ¿por qué prescindir de un regalo tan grande?
Acércate a la confesión con corazón humilde y contrito y vívela con fe:
te cambiará la vida y dará paz a tu corazón. Entonces, tus ojos se
abrirán para reconocer los signos de la belleza de Dios presentes en la
creación y en la historia y te surgirá del alma el canto de alabanza.
Y también a ti, sacerdote que me lees y que, como yo, eres ministro del
perdón, querría dirigir una invitación que me nace del corazón: está
siempre pronto --a tiempo y a destiempo--, a anunciar a todos la
misericordia y a dar a quien te lo pide el perdón que necesita para
vivir y morir. Para aquella persona, ¡podría tratarse de la hora de
Dios en su vida!
10. ¡Dejémonos reconciliar con Dios!
La invitación del apóstol Pablo se convierte, así, también en la mía:
lo expreso sirviéndome de dos voces distintas. La primera, es la de
Friedrich Nietzsche, que, en su juventud, escribió palabras
apasionadas, signo de la necesidad de misericordia divina que todos
llevamos dentro: «Una vez más, antes de partir y dirigir mi mirada
hacia lo alto, al quedarme solo, elevo mis manos a Ti, en quien me
refugio, a quien desde lo profundo del corazón he consagrado altares,
para que cada hora tu voz me vuelva a llamar… Quiero conocerte, a Ti,
el Desconocido, que penetres hasta el fondo del alma y como tempestad
sacudas mi vida, tú que eres inalcanzable y sin embargo semejante a mí!
Quiero conocerte y también servirte» («Scritti giovanili», «Escritos
Juveniles» I, 1, Milán 1998, 388). La otra voz es la que se atribuye a
san Francisco de Asís, que expresa la verdad de una vida renovada por
la gracia del perdón: «Señor, haz de mi un instrumento de tu paz. Que
allá donde hay odio, yo ponga el amor. Que allá donde hay ofensa, yo
ponga el perdón. Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión. Que
allá donde hay error, yo ponga la verdad. Que allá donde hay duda, yo
ponga la Fe. Que allá donde desesperación, yo ponga la esperanza. Que
allá donde hay tinieblas, yo ponga la luz. Que allá donde hay tristeza,
yo ponga la alegría. Oh Señor, que yo no busque tanto ser consolado,
cuanto consolar, ser comprendido, cuanto comprender, ser amado, cuanto
amar». Son éstos los frutos de la reconciliación, invocada y acogida
por Dios, que auguro a todos vosotros que me leéis. Con este augurio,
que se hace oración, os abrazo y bendigo uno a uno.
+ Bruno, vuestro padre en la fe
PARA EL EXAMEN DE CONCIENCIA
Prepárate a la confesión si es posible a plazos regulares y no
demasiado lejanos en el tiempo, en un clima de oración, respondiendo a
estas preguntas bajo la mirada de Dios, eventualmente verificándolo con
quien pueda ayudarte a caminar más rápido en la vía del Señor:
1. «No tendrás otro Dios fuera de mí» (Dt 5,7). «Amarás al Señor con
todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Mt 22,37). ¿Amo
así al Señor? ¿Le doy el primer lugar en mi vida? Me empeño en rechazar
todo ídolo que puede interponerse entre El y yo, ya sea el dinero, el
placer, la superstición o el poder? ¿Escucho con fe su Palabra? ¿Soy
perseverante en la oración?
2. «No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios» (Dt 5,11).
¿Respeto el nombre santo de Dios? ¿Abuso al referirme a Él ofendiéndole
o sirviéndome de Él en lugar de servirlo? ¿Bendigo a Dios en cada uno
de mis actos? ¿Me remito sin reservas a su voluntad sobre mí, confiando
totalmente en Él? ¿Me confío con humildad y confianza a la guía y a la
enseñanza de los pastores que el Señor ha dado a su Iglesia? ¿Me empeño
en profundizar y nutrir mi vida de fe?
3. «Santificarás las fiestas» (cf. Dt 5,12-15). ¿Vivo la centralidad
del domingo, empezando por su centro que es la celebración de la
eucaristía, y los otros días consagrados al Señor para alabarlo y darle
gracias para confiarme a Él y reposar en Él? ¿Participo con fidelidad y
empeño en la liturgia festiva, preparándome a ella con la oración y
esforzándome en obtener fruto durante toda la semana? ¿Santifico el día
de fiesta con algún gesto de amor hacia quien lo necesita?
4. «Honra a tu padre y a tu madre» (Dt 5,16). ¿Amo y respeto a quienes
me han dado la vida? ¿Me esfuerzo por comprenderles y ayudarles, sobre
todo en su debilidad y sus límites?
5. «No matar» (Dt 5,17). ¿Me esfuerzo por respetar y promover la vida
en todas sus etapas y en todos sus aspectos? ¿Hago todo lo que está en
mi poder por el bien de los demás? ¿He hecho mal a alguien con la
intención explícita de hacerlo? «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mt
22,39). ¿Cómo vivo la caridad hacia el prójimo? ¿Estoy atento y
disponible, sobre todo hacia los más pobres y los más débiles? ¿Me amo
a mí mismo, sabiendo aceptar mis límites bajo la mirada de Dios?
6. «No cometerás actos impuros» (cf. Dt 5,18). «No desearás la mujer de
tu prójimo» (Dt 5,21). ¿Soy casto en pensamientos y actos? ¿Me esfuerzo
en amar con gratuidad, libre de la tentación de la posesión y de los
celos? ¿Respeto siempre y en todo la dignidad de la persona humana?
¿Trato mi cuerpo y el cuerpo de los demás como templo del Espíritu
Santo?
7. «No robar» (Dt 5,19). «No desear los bienes ajenos» (Dt 5,21).
¿Respeto los bienes de la creación? ¿Soy honesto en el trabajo y en mis
relaciones con los demás? ¿Respeto el fruto de trabajo de los demás?
¿Soy envidioso del bien de los otros? ¿Me esfuerzo en hacer a los otros
felices o pienso sólo en mi felicidad?
8. «No pronunciar falso testimonio» (Dt 5,20). ¿Soy sincero y leal en
cada palabra y acción? ¿Testimonio siempre y sólo la verdad? ¿Trato de
dar confianza y actúo en modo de merecerla?
9. ¿Me esfuerzo en seguir a Jesús en la vía de mi entrega a Dios y a
los demás? ¿Trato de ser como Él humilde, pobre y casto?
10. ¿Encuentro al Señor fielmente en los sacramentos, en la comunión
fraterna y en el servicio a los más pobres? ¿Vivo la esperanza en la
vida eterna, mirando cada cosa a la luz del Dios que llega y confiando
siempre en sus promesas?
Carta pastoral del arzobispo de Chieti-Vasto, monseñor Bruno Forte, Arzobispo de Chieti-Vasto (2006-02-21)