"Realmente somos siervos: siervos elevados a la categoría de hijos de Dios" (Surco, 267). Textos de san Josemaría sobre la filiación divina.

Nuestro
Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los
hombres. No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los
sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos
somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que
una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el
color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla
al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a
conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros.
Es Cristo que pasa, 106
Todos hemos de hablar la misma lengua, la que nos enseña nuestro Padre
que está en los cielos: la lengua del diálogo de Jesús con su Padre, la
lengua que se habla con el corazón y con la cabeza, la que empleáis
ahora vosotros en vuestra oración. La lengua de las almas
contemplativas, la de los hombres que son espirituales, porque se han
dado cuenta de su filiación divina. Una lengua que se manifiesta en mil
mociones de la voluntad, en luces claras del entendimiento, en afectos
del corazón, en decisiones de vida recta, de bien, de contento, de paz.
Es Cristo que pasa, 13
(...) El cristiano no puede ser superficial. Estando plenamente metido
en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales,
atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo
metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios.
La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La
filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña
a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de
esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los
hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa
realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas
las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este
modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo.
(...) Dios Padre, llegada la plenitud de los tiempos, envió al mundo a
su Hijo Unigénito, para que restableciera la paz; para que, redimiendo
al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus, fuéramos
constituidos hijos de Dios, liberados del yugo del pecado, hechos
capaces de participar en la intimidad divina de la Trinidad. Y así se
ha hecho posible a este hombre nuevo, a este nuevo injerto de los hijos
de Dios, liberar a la creación entera del desorden, restaurando todas
las cosas en Cristo, que los ha reconciliado con Dios.
Es Cristo que pasa, 65
Mons. Javier Echevarría ,“Eucaristía y vida cristiana”.
«A
todos los que la recibieron (la Palabra, el Verbo hecho carne), les dio
poder de llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1, 12). Al cristiano no se le
concede sólo un modo de hablar, de autodenominarse. La conciencia de la
filiación divina responde a la radicalidad del don divino, que
transforma al hombre verdaderamente desde dentro, desde su misma raíz,
como dice san Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre, que nos
llamemos hijos de Dios: ¡y lo somos! (...). Ya ahora somos hijos de
Dios» (1 Jn 3, 1-2). Por eso, afirmaba san Josemaría: «El que no se
sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima», no ha descubierto
aún ni la razón profunda de su ser, ni el sentido de su existencia
sobre la tierra.
Lo narraba entusiasmado el
Apóstol Pablo, contemplando en sí mismo y en sus hermanos en la fe la
acción de Dios: «Los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son
hijos de Dios. En efecto, no recibisteis un espíritu de esclavitud para
estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un espíritu de hijos
de adopción, en el que clamamos: ¡Abba, Padre! Pues el Espíritu mismo
da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y
si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de
Cristo; con tal de que padezcamos con Él, para ser con él también
glorificados» (Rm 8, 14-17).
Los Padres de
la Iglesia no se cansaron de contemplar, y de inculcar en los fieles
cristianos, esta verdad a la vez sencilla y extraordinaria: el Hijo de
Dios «se hizo precisamente Hijo del hombre, para que nosotros
pudiésemos llegar a ser hijos de Dios» . Desde entonces, los discípulos
del Señor han vivido de esta realidad, tratando de asimilarla, de
descubrir su riqueza infinita, que se expresa en múltiples
manifestaciones, como el mismo Cristo explicó a lo largo de su
predicación: en la oración, con la que el cristiano empieza llamando
Padre al Creador, le expone sencillamente la propia necesidad y acoge
sinceramente como propias las intenciones divinas; en la penitencia
para cumplir a fondo los designios del cielo, que lleva a cabo
reciamente pero sin ostentación, de un modo amable que no molesta a los
demás; en la caridad, que empuja a mirar siempre al otro como a
hermano, porque es hijo del mismo Padre; en la prontitud para perdonar
eventuales agravios y ofensas, signo y consecuencia de saberse
perdonado antes y más profundamente por el Señor de todos; en el deseo
sincero de reencaminarse hacia el Padre cuando se le ha abandonado por
cualquier motivo.
Con el don de la
filiación divina, Cristo ha destruido radicalmente las barreras que
puedan separar a los hombres, porque ha superado la distancia
fundamental, la que aleja la tierra del Cielo y de las mismas
criaturas. Dios se ha acercado tanto al hombre que ha llegado a ser uno
de nosotros. Al asumir nuestra naturaleza, el Verbo ha unido en sí lo
humano y lo divino; desde entonces, como repite san Pablo, «ya no hay
judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos
vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28). Dios ya no está lejos:
es nuestro Padre. No lo están tampoco los demás: son nuestros hermanos
en el Señor.
Transformarse en Cristo
significa identificarse con el Hijo, paso absolutamente necesario para
alcanzar el fin del camino. La meta de la vida humana, según el
designio de Dios, se alcanza con la visión amorosa del Padre, a la que
llega el hombre cuando logra la plena identificación con el Hijo.
Cristo ha dicho explícitamente: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni
nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera
revelarlo» (Mt 11, 27). "Revelarlo" supone comunicar la Palabra que
manifiesta al Padre; y creer en esa revelación exige que se acoja esa
Palabra, que a su vez significa participar de la Filiación divina que
es el Verbo. Durante la vida terrena, esa Palabra se recibe de manera
imperfecta, en la fe; en la vida celestial, el hombre la asumirá
perfectamente, en la visión gloriosa, como dice san Pablo: «Cuando
venga lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto (...). Ahora vemos como
en un espejo, oscuramente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco
de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido» (1 Cor 13,
10.12).
San Juan relaciona específicamente
esta dinámica con el desarrollo de la filiación divina: «Mirad qué amor
tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y
lo somos! Por eso el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a Él.
Queridísimos, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo
que hemos de ser. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos
semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 1-2). Por eso
decimos que el hombre puede ver al Padre sólo si está plenamente
identificado con el Hijo.
Esa
identificación se inicia en el sacramento del Bautismo, puerta del
camino cristiano. Pero en el Bautismo la filiación divina se nos otorga
como sucede con la vida a un recién nacido; después, debe crecer más y
más con el impulso y la luz del Paráclito, según la disposición divina
y con la correspondencia del hombre a la gracia. El mismo Cristo se
ocupa de acompañar a su discípulo en ese recorrido. También por este
motivo se queda en la Eucaristía como alimento; de forma que sus
discípulos logren participar cada vez más plenamente de su Filiación
divina. Jesús Eucaristía es para todos Camino que lleva a la Casa del
Cielo, porque en la Eucaristía se ha hecho viático, senda que conduce
progresivamente —al cristiano que lo trata y recibe con las debidas
disposiciones— a la completa identificación con Él. A esta finalidad se
abre el camino: a la visión cara a cara del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo."